Es alta la noche, y mientras el barrio se aquieta en su rutina de sueños y ladridos lejanos, uno divaga sobre las curiosidades que mueven al prójimo en la vigilia. Me dicen que hay oráculos modernos que revelan, con pasmosa precisión, qué es lo que más desvela a la gente al punto de volcarlo en una caja de búsqueda. Y observo que, entre otras cosas, se pregunta mucho por lo que vendrá, por esas inteligencias artificiales que prometen (o amenazan) con hacer gran parte de nuestras tareas.
Pienso en el viejo oficio de la duda, en el venerable arte del tanteo, de la labor imperfecta que nos definía. ¿Qué haremos cuando la máquina responda antes de que hayamos formulado bien la pregunta? ¿Cuándo el futuro, ese incierto paraje que explorábamos a tientas, sea calculado al milímetro por un algoritmo infalible?
Quizás nos quede, como único y preciado reducto, el cultivar el desconcierto, el regar con esmero el jardín de lo inútil, el preservar el derecho sagrado a la equivocación. Mientras el mundo se afana en buscar certezas automáticas, quizás nuestra más noble tarea sea la de proteger ese resquicio de ignorancia poética, ese margen de asombro que la prisa digital aún no ha sabido catalogar. Porque, a fin de cuentas, ¿qué sería de nosotros sin la deliciosa penuria de no saberlo todo? La noche guarda su silencio, y la respuesta, por fortuna, no parece estar aún disponible en la primera página de resultados.