Cuando un grupo de amigos no enrolados en ningún equipo se reúnen para jugar,
tiene lugar una emocionante ceremonia destinada a establecer quiénes integrarán
los dos bandos. Generalmente dos jugadores se enfrentan en un sorteo o pisada y
luego cada uno de ellos elige alternadamente a sus futuros compañeros. Se supone
que los más diestros serán elegidos en los primeros turnos, quedando para el
final los troncos.
Pocos han reparado en el contenido dramático de estos lances. El hombre que
está esperando ser elegido vive una situación que rara vez se da en la vida.
Sabrá de un modo brutal y exacto en qué medida lo aceptan o rechazan. Sin
eufemismos, conocerá su verdadera posición en el grupo . A lo largo de los años,
muchos futbolistas advertirán su decadencia, conforme su elección sea cada vez
más demorada.
Manuel Mandeb, que casi siempre oficiaba de elector, observó que sus
decisiones no siempre recaían sobre los más hábiles. En un principio se creyó
poseedor de vaya a saber qué sutilezas de orden técnico, que le hacían preferir
compañeros que reunían ciertas cualidades.
Pero un día comprendió que lo que en verdad deseaba, era jugar con sus amigos
más queridos. Por eso elegía a los que estaban más cerca de su corazón, aunque
no fueran tan capaces.
El criterio de Mandeb parece apenas sentimental, pero es también estratégico.
Uno juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos, lo ayudarán, lo
comprenderán, lo alentarán y lo perdonarán. Un equipo de hombres que se respetan
y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los
amigos, que la victoria con los extraños o los indeseables.
Fragmento de "apuntes de futbol en flores" de Alejandro Dolina.