Y entonces empieza a llover, como si estuviera yo predestinado a mojarme cada vez que me rechazan. Me voy caminando lento sin mirar atrás y si bien al principio la lluvia me molesta, lentamente me voy acostumbrando a ella. Las gotas caen sobre mi cabeza, se deslizan por mi cuello y penetran mis vestimentas. Me detengo, cierro los ojos y me concentro en mis sentidos. El olor a tierra mojada, el sonido de miles de millones de gotas que golpean y se deshacen con estruendo sobre una techo o sobre el pavimento, la humedad que me invade y yo que no me resisto. Mi rompevientos ha colapsado frente al liquido, el agua me moja los brazos, los recorre y me abandona escapándose por entre mis dedos. Mis pantalones toman un tono oscuro producto de la humedad retenida, hago dos pasos para alejarme de un chorrito que cae desde una canaleta y mis zapatillas hacen un ruido peculiar mientras desbordan. Dejarse mojar por la lluvia te despoja de algunas características superficiales y te hace sentir desnudo, expuesto, casi animal. Ya somos uno, la lluvia y yo, abro levemente mi boca y me siento aún más cercano, más húmedo.
Mis ojos se encienden otra vez y comienzo la caminata a casa y pienso “ al final de algo valió la pena esta historia de desamor.”
Elmer Bernabé Bebilacua.
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